Conocí a Ana María Villa hace unos años en Bernal, en el estado de Querétaro. Subimos juntas hasta lo más alto de la Peña, muy característica de este pueblo mágico.
Al estar en la cima, comenzamos a platicar sobre sus pasiones, una de sus adoraciones era la danza clásica y contemporánea que, a pesar de su edad, sus pies seguían bailoteando, disfrutando enormemente de la música sin pensar en nada más.
Recuerdo a Ana después de unos tragos de cerveza, se levantó de la silla y pidió una canción del grupo Tribu, específicamente «Koatlikue» haciéndola bailar como si fuera una pluma en el aire, en sus movimientos se podía degustar de sus raíces nativas.
Otra de sus adoraciones eran las artes plásticas, su casa estaba repleta de emociones construidas en madera, acrílicos, piedras y demás materiales con los que siempre disfrutó trabajar.
Ana tenía un semblante meramente indígena, bello y muy mexicano. Ella fue un claro ejemplo de querer vivir por el arte, para el arte y con el arte, hasta que se nos apague la vida.

Ana María Villa Murillo nació en Celaya, Gto, en el año de 1958, bailarina, pintora, escultora de profesión y de corazón, fue colaboradora del Instituto de Arte y Cultura de Celaya durante muchos años.
Inició con el arte plástico en el año 1987 dentro de las semanas musicales. Contaba que fue a dicho instituto y llevó 4 piezas, mismas que fueron seleccionadas por la curaduría para una exposición colectiva. Así comenzó su viaje por el arte.
Adoraba el tallado en madera. Dentro de su casa tenía árboles muy característicos del bajío, como el mezquite, el cual era su favorito para crear grandes esculturas, las que adornaban su hogar y captaban la atención de cualquiera de inmediato.
También trabajaba con ensamblaje de piezas viejas que conseguía en los fierros viejos, le gustaba mucho el color, experimentaba con oro musivo y chapopote diluido, decía que le daba una simulación como si fuera lava de volcán.

Primero tomo un curso de pintura con el maestro Gilberto Navarro. Ana contaba que le gustó mucho la manera con la que el maestro le enseñó a dibujar, se experimentaba con el papel, un dibujo ciego, sin ver la hoja.
Al poco tiempo comenzaron a usar el color, a partir de ahí, la maestra inicio con la pintura.
En el 2001, expuso 40 pinturas, 20 esculturas, todo esto fue gracias a la enseñanza de Navarro. Una de las exposiciones más importantes para Ana fue en el 2017 «Tiempo y memoria» que contaba con collages, pintura y escultura.
La maestra Ana tuvo una mención honorífica en el primer concurso de juguete popular en el área de cartonería.
Contaba que cuando era niña, por su barrio, el barrio de Santiaguito, había muchos artesanos, de niña le gustaba mucho observarlos trabajar, tal ves esa fue la pauta para que naciera esta pequeña artista.

Participó en la Primera Bienal Estatal de pintura Olga Costa, en «Shock larga distancia, instalaciones y ambientaciones» en Casa de la Cultura y en el Museo del gran pintor Manuel Felguérez en Zacatecas, además colaboró en la segunda Bienal de los Ángeles en la Universidad Iberoamericana de Puebla.
Algunas de sus exposiciones individuales fueron «Los seres de madera y su silencio» «Un rumor de árbol» en el Tecnológico de Celaya, «Huellas y escombros» en el centro cultural Issste de Celaya.
Recibió varias distinciones, como la mención honorífica en la primera Bienal Estatal de pintura de Olga Costa.

Nadie sabe en qué momento se nos apagará la vida. Se dice que antes de nacer escogemos la manera en la que nos gustaría pasar al otro lado, Ana escogió dejar este mundo siendo una artista, rodeada de sus árboles con olor a granada y guayaba, los mismos que echaron sus raíces más profundas.
Dentro de su taller, ahora silencioso, hay muchísimas emociones convertidas en arte, las paredes que contaron un día la historia de una magnífica persona, una gran artista, la misma que nos demostró que siempre hay que seguir nuestras pasiones, aunque nos cueste trabajo, es la única manera de ser felices y recordados para siempre en este mundo.

Foto: Marisol García
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